Know how: si le dejan verlo sabrá si le interesa; si le interesa le dejarán verlo…
Muchos no se han parado a pensarlo, pero la franquicia encierra una curiosa “pescadilla”, de esas que se muerden la cola. Vamos, que plantea el viejo dilema de antigüedad entre el huevo y la gallina: para saber si uno debe adquirir o no una franquicia ha de analizar su valor añadido secreto (el saber hacer o know how), y éste sólo le es desvelado si adquiere dicha licencia y paga por él por adelantado.
La piedra angular del sistema de franquicia es la estimación pecuniaria de ese compendio de conocimiento práctico (know how para los anglosajones y saber hacer por estos lares), identificable y capaz de ser transmitido mediante una formación específica, que se adquiere de la enseña franquiciadora, contrareembolso del canon o derecho de entrada. Si este saber hacer no existe, no es posible de estandarizar para su transmisión a los franquiciados, o su valor añadido es tan valioso como un billete de 43 euros con la efigie de Mickey Mouse, esa franquicia –aunque es dudoso que mereciese dicho calificativo– carece de contenido y probablemente de valor. Cierto es que queda la fuerza de la marca, el aprovechamiento de las economías de escala, y algunas otras circunstancias, que pueden hacer atractivo el unirse a esa organización, y establecer un vínculo empresarial, antes que lanzarse al ruedo de los negocios sin ayuda alguna. Pero no estaremos hablando entonces de una central que conceda franquicias de su concepto, sino de una oportunidad de negocio que emplea cualquier otra fórmula de comercio asociado, de las numerosas que existen: sucursalismo, concesionarios, agentes afectos, centrales de compras…
Ese know how debe estar basado en la experiencia práctica acumulada por el franquiciador en diferentes áreas de gestión empresarial relacionadas directamente con el producto o servicio que comercializa. Por otro lado, y para adquirir su máxima viabilidad, habrá de estar estructurado como un verdadero sistema; es decir, dotado de instrumentos de análisis de situaciones hipotéticas –optativo– y reales –preferiblemente– y de propuesta de soluciones que permitan su aplicación a cualquier tipo de caso práctico, de forma repetitiva, y por lo tanto debiéndose trasladar como un todo, como una base de conocimiento, al franquiciado.
¿Qué es lo que debe tenerse en cuenta de este cúmulo de sabiduría empresarial, para valorarlo con acierto, y por lo tanto saber si es adecuado para lo que se está buscando? Dos detallines sin importancia: la fabricación y la venta, o si no se trata de una franquicia de producto, el servicio y el márketing. Casi nada. Saber cómo prestar el servicio del que se trate de forma eficaz, con estándares de calidad constantes, envíos controlados en todo momento y tiempos de entrega cumplidos a rajatabla, amén de una excelente relación con el cliente. Pero asegurando también la logística, teniendo la certeza de que toda mejora que se produzca, sea en abaratamiento del coste de ordenadores, furgonetas o uniformes para los repartidores, sea en novedades aprendidas de la experiencia, llega a cada franquiciado. Y el conocimiento del mercado para establecer en cada momento la política de precios adecuada, el sistema de envío más eficaz y competitivo, la oferta más adaptada a la demanda, la mejor forma, la más eficaz de presentar los diferentes productos al público, el dominio de los medios y canales de publicidad… Sin olvidarnos de la necesidad de que todo ello sea trasladable al mercado local en el que se va a desarrollar el negocio de quien está estudiando su idoneidad.
Convengamos en que es de la mayor importancia juzgar los detalles anteriores antes de firmar contrato de franquicia alguno. El problema estriba en que, casi por definición, su contenido es confidencial, y sólo se desvela en su totalidad a la firma de dicho contrato. Así que, al final, la fé en el concepto, e incluso la “buena espina” que causa el director de Expansión de la enseña resultan decisivas. Y así les va a algunos.