¡Cuidado con las ferias de franquicia!
¿Qué le impide a alguien sin escrúpulos alquilar un stand vacío, en Ifema o en la Fira, y colocar en su interior un único cartel con la leyenda «se buscan asociados para un negocio tan espléndido que sólo lo podrá apreciar el verdadero emprendedor, dotado de un espíritu empresarial poco común y de una visión sin igual a la hora de hacer fortuna»? Interesados no le faltarían, y firmaría un buen número de contratos.
Viene esto a cuento de esa inveterada costumbre de los organizadores de ferias de franquicia de dar cabida a cualquier expositor, sin exigirle una mínima honradez profesional: si paga, vale; y la responsabilidad subsidiaria, si éste engaña a un puñado de incautos, al maestro armero.
¿Recuerdan aquel viejo cuento infantil, en el que un par de logreros, haciéndose pasar por reputados sastres, engatusan a todo un rey con la falsa promesa de diseñarle –previo adelanto de una jugosa cantidad de oro– un ropaje que no se parecería a nada de lo visto hasta la fecha en cualquier corte del mundo? Estos dos espabilados no albergan intención alguna de enhebrar una triste aguja o de cortar un solo patrón; su único interés es el enriquecimiento torticero, a sabiendas de que halagando la vanidad humana se llega tan o más lejos, pero en todo caso más rápido, que a través del esfuerzo honrado. Por eso, aseguran que el nuevo traje del emperador –que es el título del cuento– será tan hermoso que sólo podrá ser visto por aquellas personas dotadas de una inteligencia excepcional y un gusto exquisito. Así, aunque todos sus súbditos ven al monarca como su madre le trajo al mundo, se cuidan de decir esta boca es mía por temor a no ser considerados cultos y refinados. Hasta que un niño, libre aún de esa estupidez que hace obrar al adulto por el qué dirán, descubre el pastel.
Si algo nos ha enseñado dos décadas ya de certámenes de franquicia es que abundan los candidatos a deslumbrarse por espejismos y a dejarse timar por el primero que les pone delante una zanahoria atada a un palo. Pero, ¿en qué lugar nos dejaría a los que llevamos años reclamando seriedad y madurez, cuando empezaran a llegar las primeras decepciones? ¿Qué se diría de la franquicia –que no se haya dicho ya, igual de injustamente– como fórmula de colaboración empresarial?
Que quede claro que este portal –y la asesoría que lo sufraga– no considera el hecho de que las ferias incluyan cualquier forma de comercio asociado un riesgo de que aumente la posibilidad de encontrar en ellas lobos con piel de cordero. Pero sí aboga por la identificación clara de cada fórmula: que el visitante sepa si está ante una central de compras, una enseña de franquicia, una red de agentes afectos, un licenciatario de concesionarios… y hasta un posible negocio piramidal.
Las ferias surgieron como un instrumento comercial necesario: un tiempo y un espacio concretos para facilitar el encuentro y el intercambio entre gente de diferentes orígenes. Un intercambio que siempre ha ido más allá del simple trueque o de la transacción de mercancías por dinero, primando el contacto humano y, en cierto sentido, el ambiente festivo; aunque sólo fuera para contrapesar la aridez de los negocios y para celebrar el beneficio mutuo de la operación. Si ni siquiera los avances en el mundo de las telecomunicaciones, que permitirían realizar cualquier intercambio comercial, y aun contactos audiovisuales permanentes, sin necesidad de que existiese esa relación física entre personas, han podido acabar con la necesidad de reunir a las partes para que se entiendan y lleven a buen puerto los negocios, no dejemos que pueda hacerlo el que se nos cuelen falsos sastres.